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24/06/2014
Por Beatriz Sarlo
Publicado originalmente en Diario Perfil, el 21/06/2014
Para Beatriz Sarlo, es necesario que una política «para todos» sea «más técnica». La encrucijada del ejercicio de la democracia.
El pago a los acreedores favorecidos por el fallo de un tribunal neoyorquino y la posibilidad de un default señalan los límites dentro de los cuales transcurre la política. No solamente sus límites económicos, que son clarísimos, duros, casi insuperables. Sino también los límites impuestos por un problema enmarañado respecto del cualprevalecen enfoques financieros y jurídicos por sobre cualquier intuición del sentido común.
La política exige cada vez más, cada vez con más frecuencia, unconocimiento específico que no admite ser reemplazado por la intuición ética ni por el sentido de justicia. Este es sencillamente el aspecto trágico de lo político. Sabemos lo que queremos pero es muy posible que desconozcamos el camino.
La tragedia de la intuición es doble. No sólo marca el campo de lo pensable. También encierra una paradoja: cuanto más intrincada la coyuntura, más cerca está de influir de modo definitivo sobre nuestras vidas, ya que en su trama se juegan consecuencias que no tocan sólo a un puñado de personas en un tribunal de Nueva York, sino a millones en el hemisferio sur. De manera elemental podría pensarse que estas coyunturas no hieren tan directamente la vida de hombres y mujeres. Justamente sucede al revés, lo complejo es la expresión más elaborada de lo concreto. Es su implacable ley. Lo que parece más lejos de ser comprendido por los no expertos es lo que más afecta la vida de quienes son espectadores pasivos de una decisión.
En estas condiciones de saturación de la complejidad política, la mención de la voluntad popular sólo puede ser considerada en el momento fugaz de un día de elecciones. Después, la delegación reina sobre cualquier coyuntura. Y se impone con más fuerza cuanto más denso sea el entramado de circunstancias, intereses y conflictos. Todavía es posible decidir sobre el emplazamiento de un parque, si se dan las condiciones más favorables. Pero más allá está la decisión justa, sensata o aventurera de muy pocos sobre un destino que compromete a todos. Este es el dilema irresuelto.
Habituados a las simplificaciones de las cuestiones públicas, hoy tenemos la dolorosa prueba de que lo concreto (lo más próximo y lo más lejano) es, por supuesto, lo más intrincado. Marx escribió: “Lo concreto es síntesis de múltiples determinaciones”. Que nunca más un político pronuncie la frase siniestra de que la cuestión es muy sencilla y se entiende rápidamente. Esa es la frase de la demagogia. Lo concreto es precisamente lo difícil extremo.
Guillermo O’Donnell llamó “democracias delegativas” a regímenes donde la rendición de cuentas es casi inexistente y el liderazgo se impone como consecuencia de que, en las (frecuentes) situaciones de crisis, se ejerzan poderes extraordinarios.
“Confíen en mí” es el mensaje que, finalmente y pese a las ilusiones de buena o mala fe, aleja a la política de los ciudadanos. Un dirigente y su grupo monopolizan las decisiones porque la política no se ha preocupado en caracterizar los problemas de modo que puedan ser patrimonio intelectual público.
El kirchnerismo en esto fue un maestro, pero quien escuche los discursos de Maduro podrá decir que es el mejor ejemplo, ya que ni siquiera Maduro parece comprender cuál es su propia situación.
Esta es la encrucijada de la política democrática. ¿Qué hacer cuando los partidos no funcionan como distribuidores de ideas para encarar cuestiones intelectualmente arduas? ¿Qué hacer cuando una lógica publicitaria indica que el discurso debe simplificar porque así son las cosas en las sociedades plurales y mediatizadas? Tocamos los límites de una política de consignas, que promete más de esto o de lo otro (más educación, más ciencia, más salud) sin explicar cuáles son las condiciones que harían posible el cumplimiento de esa promesa ni preocuparse en definir qué se entiende cuando a esas promesas se agrega la vaga fórmula “de calidad”.
Los partidos se dirigen a los ciudadanos como si sólo fueran carenciados que peticionan y no sujetos de necesidades que tienen derecho a saber en qué condiciones, con qué límites, enfrentando a qué enemigos, resolviendo qué conflictos, ganando y perdiendo qué cosas, puede encontrarse una dirección distinta a la del impulso imaginario que termina exactamente cuando choca con el primer obstáculo material.
La democracia es (mejor dicho: debe ser) un gigantesco sistema de traducción entre los saberes técnicos y las lenguas populares. La frase traza un horizonte utópico. Sin embargo, la palabra utopía sólo descalifica a quienes piensan que la enajenación de lo político es insalvable y, por eso, la salida es un líder carismático que marque, corte y tome las decisiones.
La política para todos debe volverse más técnica y abandonar la consigna como único alimento para los que no son políticos ni técnicos. Si el destino a corto o mediano plazo de un país se juega en algunas decisiones, el problema debió ser explicado mucho antes, debió ser traducido a la lengua en la cual se habla cuando se dicen banalidades sobre progreso, conocimiento, crecimiento y consumo. Cuando la situación es grave, la política ya no se fortalece con retórica condescendiente frente a ciudadanos colocados en situación de minoridad.