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19/07/2013
Por Nicolás Gadano
Publicado originalmente en La Nación, el 19/07/2013
En un artículo publicado en 2010 en el libro The National Resources Trap, busqué identificar los rasgos característicos de tres intentos de incorporación de capital privado en la industria petrolera argentina: Perón, a mediados de los 50; Frondizi, entre 1958 y 1962, y Menem, en los 90. Todos los intentos fracasaron en lograr que las reformas perdurasen en el tiempo. Perón fue derrocado por un golpe militar y el contrato con California se cayó por falta de ratificación legislativa. Frondizi fue derrocado por otro golpe militar, y sus contratos fueron anulados por Illia; la privatización y desregulación menemista se convirtió en mala palabra luego de la crisis de 2001 y fue desmantelada por la gestión kirchnerista.
Pero además de este final fallido común, en los tres casos encontré dos elementos esenciales repetidos, que se convirtieron en el título de este artículo: urgencia y traición.
Urgencia porque las reformas no fueron el resultado de una discusión amplia y profunda en relación con la industria de los hidrocarburos, sino que fueron disparadas por una situación macroeconómica crítica y apremiante: el clásico «estrangulamiento del balance de pagos» en los casos de Perón y Frondizi, y la crisis hiperinflacionaria de fines de los 80 en el menemismo.
Traición, porque las medidas favorables a la inversión petrolera privada no formaban parte de los programas electorales y las posiciones previas de los dirigentes que las llevaron adelante. Por el contrario, los tres presidentes habían sostenido las tradicionales posiciones del nacionalismo antiimperialista en materia petrolera, muy refractarias a permitir el ingreso de las grandes petroleras internacionales.
Este carácter «urgente y traicionero» de las reformas condicionó la forma en la que fueron instrumentadas, y explica en gran medida su corta vida. La fragilidad del entramado institucional es una constante en las tres iniciativas. Perón y Frondizi firmaron acuerdos que, de hecho, eran concesiones de exploración y explotación, pero debieron encuadrarlos bajo el formato de contratos con YPF para mitigar las críticas y adecuarse al rígido marco constitucional y legal que ellos mismos habían promovido.
Tanto Frondizi como Menem apelaron a los decretos para implementar sus iniciativas, que por su alcance debían ser tratadas por el Congreso. En los tres casos, los rasgos de opacidad en las negociaciones de los acuerdos dispararon denuncias de corrupción, que con el tiempo pasaron a formar parte del imaginario popular, deslegitimando a las reformas.
Todo indica que el contrato del gobierno kirchnerista con Chevron puede convertirse en la cuarta temporada de la saga «Urgencia y traición». Como en los tres casos anteriores, la iniciativa surge para intentar revertir una crisis energética que ha cobrado una dimensión macroeconómica, no como el fruto de una discusión sectorial. Luego de años de caída de la producción de gas y petróleo, la brecha con el consumo ha debido cerrarse con importaciones que ya suman más de US$ 1000 millones mensuales. La reversión de la balanza energética explica en gran medida los problemas externos de la economía argentina, el origen del cepo cambiario y otras restricciones que afectan la vida diaria de personas y empresas. La urgencia económica vuelve a dominar la agenda.
Asimismo, el contrato es impulsado por una gestión que previamente sostuvo posiciones antagónicas a las empresas privadas y que sólo un año atrás desplazó a la principal multinacional petrolera operando en la Argentina, con un proceso de expropiación de sus acciones en YPF polémico y aún no cerrado. Basta leer algunas páginas del «Informe Mosconi», elaborado a mediados de 2012 por el Ejecutivo, para justificar la expropiación, para verificar las contradicciones entre el discurso oficial de entonces y el proyecto actual para atraer a las grandes petroleras.
Lamentablemente, aparece también la debilidad institucional presente en los casos anteriores. Avanzando en facultades que les corresponden al Congreso nacional y a las provincias, el decreto 929 habilita concesiones especiales con plazos prolongados para los proyectos no convencionales, autoriza operaciones de desdoblamiento de concesiones y posibilita la unificación de áreas colindantes, todas modificaciones que merecen una discusión legislativa.
En cuanto a la transparencia de las negociaciones, esperemos que toda sospecha sea aventada con la completa publicación y explicación de la documentación pertinente.
En las conclusiones del trabajo de 2010 señalaba que, para implementar reformas duraderas en el sector energético, era necesario enfrentar el largo y tedioso proceso que significa elaborar un proyecto de ley, invitar a los actores relevantes (incluida las organizaciones defensoras del medio ambiente) a discutirlo, criticarlo y mejorarlo, negociar con la oposición, coordinar la relación con las provincias, y conseguir la aprobación de una nueva legislación que goce del mayor consenso posible.
El desafío de los yacimientos no convencionales, que por su potencial pueden revolucionar el sector energético argentino, merece este esfuerzo. La urgencia siempre alimenta la tentación de caminos más rápidos, que se ven atractivos en el corto plazo. Pero la experiencia nos muestra que los atajos sólo han contribuido a profundizar la ya crónica inestabilidad de nuestra política energética.